Por Doctor Ramón Ceballo
En las últimas semanas, varios amigos en tertulias me han pedido que explique por qué algunas personas sienten la necesidad de identificarse con otro sexo. Por esa razón he decidido escribir este artículo, con el propósito de generar una discusión clara y fundamentada sobre el tema, partiendo de criterios científicos.
En pleno siglo XXI, todavía hay quienes insisten en interpretar la homosexualidad desde marcos morales, religiosos o políticos, ignorando décadas de evidencia científica sólida.
Y es aquí donde la conversación pública necesita un giro urgente, hablar de orientación sexual no es hablar de “conductas desviadas” ni de “preferencias adquiridas”, sino de biología humana, de neurociencia y de la diversidad natural que caracteriza nuestra especie.
Porque, aunque a muchos les incomode, la pregunta sobre si existe una relación entre el cerebro y la homosexualidad ya no es un enigma.
La comunidad científica ha producido una cantidad abrumadora de estudios que indican que la orientación sexual se forma a partir de influencias biológicas, prenatales y genéticas.
No es un capricho, no es una moda, no es una “ideología”, es un rasgo profundamente arraigado en la neurobiología humana.
Durante los últimos treinta años, investigaciones con resonancias magnéticas, análisis cerebrales post-mortem, estudios genéticos con cientos de miles de participantes y experimentos sobre desarrollo prenatal han demostrado que el cerebro de personas homosexuales presenta, en promedio, variaciones estructurales y funcionales específicas.
Diferencias en el hipotálamo, patrones particulares de conectividad entre hemisferios y reacciones cerebrales diferenciadas a señales químicas o feromonas forman parte de un mapa científico que, lejos de patologizar, explica la diversidad sexual.
Esto no significa, como algunos intentan manipular, que exista un “cerebro gay” o que se pueda predecir la orientación sexual. Lo que significa es que la orientación sexual no surge por un “estilo de crianza”, un “trauma infantil” o una decisión arbitraria.
Surge desde el vientre materno, influida por hormonas prenatales, procesos inmunológicos y miles de variantes genéticas que interactúan para configurar un patrón estable de atracción.
Sin embargo, el debate público sigue secuestrado por discursos simplistas. Mientras la ciencia avanza, sectores conservadores prefieren preservar mitos porque los mitos les dan poder.
Peor aún, algunos continúan promoviendo ideas peligrosas sobre “curas” o “terapias” para cambiar la orientación sexual, a pesar de que todas las organizaciones profesionales serias, desde la APA hasta la OMS, las consideran dañinas, ineficaces y éticamente inadmisibles.
Lo que está en juego aquí no es sólo el reconocimiento de la diversidad sexual. Es la integridad intelectual de nuestras sociedades. ¿Cómo podemos formular políticas públicas, construir sistemas educativos o fomentar convivencia democrática si ignoramos lo que la evidencia científica establece con claridad?
¿Cómo aspiramos a un debate informado si seguimos equiparando ciencia con prejuicio?
La investigación contemporánea no deja lugar a dudas, la homosexualidad es una expresión legítima de la diversidad humana, con raíces biológicas profundas.
No es una enfermedad. No es una desviación. No es un error de la naturaleza. Es parte de lo que somos como especie, tan natural como la variación en la altura, la personalidad o el color de los ojos.
Aceptar esta realidad no es una concesión política; es un acto de honestidad intelectual. Y en tiempos de polarización y desinformación, la honestidad es un servicio público.
La ciencia ya habló. Ahora le toca a la sociedad decidir si prefiere aferrarse al miedo o construir un debate sustentado en evidencia, respeto y humanidad.